Estrés. Sobrecarga. Ansiedad. Temor. Pánico.

Apuesto a que tienes una experiencia personal al menos con uno de estos, sino con varios. Yo sí.

He estado batallando con ataques de pánico por años. Estos comenzaron cuando mi padre se fue justo luego de que cumplí diecinueve, seguido del diagnóstico de leucemia de mi hijo mayor a los diez, y avanzando mucho más con su recaída a los diecinueve. Con la que actualmente lidiamos.

Dependiendo de donde te encuentres en tu relación con Dios, como fuiste educado y cómo defines tu fe, estarás pensando un poco sobre mi lucha con el estrés y la tuya.

Pero esta entrada no es para juzgar ni criticar sobre ninguna de nuestras travesías.

Es acerca de la honestidad, transparencia y la verdad de que, aunque seamos creyentes, luchamos con el hecho de ser humanos. La mayoría de nosotros puede aceptar que no estamos completos, o que no somos perfectos hasta que llegamos a donde tenemos que estar –al cielo con Jesús.

Incluso Pablo luchó con las batallas del ser humano. Ver 2 Corintios 12:7 y Romanos 7:14:20.

Si no luchas con la carne y la falla al ceder a la preocupación en cada situación, siéntete libre de dejar de leer. Esta publicación no es para ti. Yo estoy contenta de buscar siempre aumentar mi confianza.

Este año enfrenté dos cirugías. En marzo, me colocaron una placa y ocho tornillos a un tobillo roto que se resistía a sanar. Y la última semana, tuve un procedimiento menos invasivo por algo más.

Gracias a los seis años de cáncer de mi hijo, he desarrollado una fobia a los doctores. Estoy bien llevándolo a la clínica, quedándome con él en el hospital, sosteniendo su mano, mirando cómo hacen aspiraciones de médula ósea, punciones espinales, e infusiones de quimioterapia semanales junto a todos sus efectos.

Estoy lejos de estar bien cuando las cosas van mal conmigo.

Estoy segura que es debido al temor. El temor de que no seré capaz de apoyarlo física y emocionalmente si algo malo me ocurre.

Tratando de cuidarlo durante los últimos meses que pasé en una silla de ruedas, gracias a un bordillo mal colocado y a unos zapatos inútiles. Hubo mucho llanto y frustración por no ser capaz de alcanzarlo en una crisis potencial. Había muchos días en los que me arrastraba por las escaleras hacia su habitación, porque él no podía bajar las escaleras hacia la mía.

Así que, en marzo, mientras me preparaba para esa primera cirugía, pueden imaginar mi nivel de estrés. Pensando en sentarme en la sala de espera. Preguntándome qué podía salir mal. Releyendo los párrafos de la pequeña impresión que mencionaba los riesgos de abrir mi tobillo y la anestesia, entre otras cosas. La semana anterior a la cirugía me produjo situaciones estresantes que conllevaron a ataques de pánico múltiples.

Acá explico lo que no eran mis ataques de pánico: No son un corazón acelerado, un pulso de cero-a-sesenta o suspiros frenéticos por aire que requieren que me incline y respire en una bolsa de papel.

Mis ataques de pánico simulaban una caída silenciosa de un edificio de cinco plantas – que terminaba en la nada. Un desvanecimiento lento. Visión de un túnel que no dejaba de estrecharse. Tranquilamente cubriendo cada sonido del exterior hasta que quedaba con un eco silencioso en mi cabeza. Una mano dentro de mi pecho, haciendo que mis pulmones se enlentecieran. Con la cabeza liviana, mareada, desvaneciéndose en mí misma, dónde estoy segura caería al suelo y me desmayaría.  

Mientras eso puede sonar más placentero que la respuesta de la mayoría de las personas, es de hecho más alarmante. Más aterrador. Más fuera de control. Estoy literalmente perdiéndome y ni siquiera tengo la adrenalina para intentar luchar.

Lo que me fascina – a pesar del miedo escalofriante de entrar al modo de pánico, especialmente en público – es que mi ansiedad no siempre me ataca en la oscuridad de una situación llena de estrés. Mi ansiedad es furtiva, predadora, imposible de predecir, y puede esconderse en una esquina y brillantemente relucir en algún momento, esperando tomarme desapercibida.

Si atrapo la ansiedad venidera, a veces tengo suficiente tiempo de distraerme lo suficiente para detener mi desliz desde ese establecimiento de cinco pisos. Pero es una lucha balanceada. Incluso si gano, esa sensación de tocar fondo yace más allá de la superficie, atada a mi pecho, amenazando irse horas después.

Pero no puedo encontrar una distracción, una vez que la repisa comienza a quebrarse, nada detiene la caída.

La noche anterior a la cirugía de tobillo, le pedí a un montón de personas que oraran por mí. Mientras trataba de dormir, las cinco veces que me desperté moviéndome y dándome vuelta, y mientras me deslizaban desde la silla de ruedas hasta el carro la mañana siguiente, oré también. De hecho, rogué.

Todo lo que podía pedir era –Por favor no dejes que tenga un ataque de pánico.

Las diez millas completas hacia el centro quirúrgico, estuve calmada. No toque fondo.

Durante el retraso de treinta minutos en la sala de espera, estuve calmada. Sin temblar.

Acostada en la cama preoperatoria lidiando con los trajes y las endovenosas, estuve calmada. Ninguna caída libre.

Discutiendo la cirugía con los médicos involucrados, estuve calmada. No había pánico.

Y puedo decirte con absoluta certeza que, nada de eso era yo.

La mano aseguradora de mi esposo no era lo suficiente grande para tomar y soportar mi temor. No había alguna distracción tan elaborada a la cual hubiera podido aferrarme. Ninguna cantidad de conversaciones con mi misma podía alejarme de caer de esa repisa.

¿Mi calma? Todo Dios. La paz dentro de mi superó verdaderamente todo entendimiento. No podría repetirla aun si intentará. Ni siquiera puedo explicarla.

“Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestras mentes en Cristo Jesús.” Filipenses 4:7

Así que la semana pasada, la noche antes de mi segunda cirugía, me aferré a lo que ocurrió, o a lo que no ocurrió –pánico—durante mi cirugía de tobillo. Tal cual antes, pedí oraciones y dije las mías.

¿Y adivinen qué? No toque fondo. No temblé. No tuve caídas libres. No hubo pánico.

Quizás tu estrés, sobrecarga, ansiedad y temor no canalicen hacia la volada completa del pánico. Quizás lo hacen. De ambas formas, acá hay cinco cosas que me ayudan a superarlo cuando siento que estoy cayendo.

  1. Encuentra un verso que signifique algo específico para ti. Memorizalo. Aférrate a él. Y no dejes ir.

  2. Llévate todo el estrés que tengas, hasta que tu situación termine. No necesitas cocinar, limpiar tu casa, o ir a una reunión el día antes de la cirugía.

  3. Pídeles a otros que oren. La intercesión es una herramienta poderosa. A menudo sólo podemos orar por nosotros mismos.

  4. Escribe una lista de lo que Dios ha hecho por ti en situaciones similares. Y ponlo en el espejo de tu baño, refrigerador, o mecedor. Léelo a menudo.

  5. Recuerda que todo tiene un final. Esta es una fase en tu vida. Que no durará por siempre.

Para más consejos, revisa mi colección de publicaciones: Sobreviviendo a la Tormenta

Lori Freeland es una autora independiente de Dallas, Texas, apasionada por compartir sus experiencias con la esperanza de conectar con otras mujeres tratando los mismos asuntos.  Ella tiene un título de Psicólogo de la Universidad de Wisconsin-Madison y es una madre partidaria de la enseñanza en casa a tiempo completo. Puedes encontrar a Lori en lafreeland.com

Fecha de publicación: octubre 21, 2015