Con Diseño Divino

¿A quién me parezco más?

De la Palabra de Dios: “El Señor, quien es el Espíritu, nos hace más y más parecidos a él a medida que somos transformados a su gloriosa imagen” (2 Corintios 3:18, NTV).

Casi siempre cuando alguien conoce a mis hijos por primera vez me dice: “la niña se parece mucho a su papá, y el varón se parece más a ti”. No obstante, siempre hay quien dice lo contrario.

En mi familia varios me han dicho que camino igual a una de mis bisabuelas, a la que no conocí. Mi esposo, por su parte, camina igualito a su papá.

La realidad es que la genética juega un papel increíble cuando de parecidos se trata. Sin embargo, hay muchas cosas más que influyen en aquello que somos. El ambiente en que crecemos, por ejemplo, juega un papel crucial.

Recuerdo que de niña escuché muchas veces esta frase: “lo malo se aprende rápido” o “los malos hábitos se pegan enseguida”. Y, con el paso de los años, he llegado a la conclusión de que así es.  Pero lo opuesto también sucede. Cuando pasamos tiempo con una persona que ríe mucho, el sentido del humor un tanto que se nos despierta. En cambio, si compartimos más con alguien gruñón y enojadizo… ¡ya sabemos la respuesta! No por gusto la Biblia habla de que las malas conversaciones, corrompen las buenas costumbres. Terminaremos pareciéndonos mucho a aquella persona con quien pasemos más tiempo.

¿Adónde quiero llegar con todo esto? Bueno, hace unos días estuve meditando en todas estas cosas porque una pregunta me daba vueltas en la cabeza: ¿a quién te pareces más? Y no se trataba realmente de los parecidos físicos, se trataba más bien de aquello en lo que la genética no tiene voz ni voto. Estaba pensando en mi corazón.

Si realmente quiero parecerme a Jesús, ¡necesito pasar mucho tiempo con él! No puede suceder tan solo por asistir al culto el domingo…. ¡ni siquiera por ir varias veces por semana! Tampoco lo lograré escuchando la radio cristiana, aunque sean sermones muy buenos. No será leyendo el último libro sobre crecimiento espiritual ni aprendiéndome un montón de canciones. Sí, todas esas cosas pueden ayudarme en mi caminar cristiano, pero no harán que me parezca más a Cristo. 

Parecerme a Cristo es un proceso que ocurre en “lo secreto”, como él mismo lo llamó. En ese lugar de intimidad donde nadie más interviene. Allí donde nos encontramos y dejamos que su Palabra penetre el corazón y nos hable, aunque no haya voz audible. Ese parecido es la obra de su Espíritu en nosotros, que poco a poco comienza a borrar el yo para reflejarlo a él, como dice el pasaje del principio.

Sin embargo, a diferencia de nuestros parecidos genéticos, sobre los cuales no tenemos ningún control, parecernos a nuestro Señor dependerá en buena medida de cuán dispuestos estemos a dejarle esculpir su imagen sobre nosotros. Para parecernos a él tenemos que rendirnos de manera total, completa, sin reservas. Parecerme a Cristo es entender lo que dijera Juan el Bautista, dejar que él crezca y que yo disminuya en importancia. Entender como Pablo que ya no vivo yo, ahora es él quien vive en mí.

Los años pasan y nuestros rostros cambian. ¿Te has fijado que en la vejez muchos comienzan a parecerse todavía más a sus padres o sus abuelos? Es como que los genes que tenemos en común con nuestros ancestros se revelan todavía más. Esa también debe ser la meta en nuestro caminar con Jesús. Que a medida que los años pasen cuando alguien nos mire, converse con nosotros y nos vea actuar pueda percibir que hemos vivido junto al Maestro, a sus pies.  

¿Qué mejor meta para comenzar un nuevo año? ¡Esa es la vida que Dios diseñó!

Bendiciones en 2018,

Wendy

© 2017 Wendy Bello

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